40 AÑOS DE COMUNICACIÓN PÚBLICA EN ARGENTINA

De la primavera democrática y los medios libres a la desinformación y los discursos de odio. Pasaron cuarenta años de turbulencias, retrocesos y avances en materia de comunicación popular con grandes desafíos en el horizonte cercano. Aperturas, clausuras y la necesidad de nuevos consensos sociales aparecen como nuevos retos en un mundo diverso tras la irrupción de la infodemia global.

Por María Soledad Segura (*)

 

Entre 1983 y 1985, en los años de la llamada “Primavera Democrática”, se recuperaba el gobierno constitucional y se iban democratizando instituciones públicas, organizaciones y relaciones sociales. Se disfrutaba de la recobrada libertad de expresión después de siete años de censura, persecución y silenciamiento. También, se desarrollaba la experimentación artística, hubo apertura en el lenguaje público, se extendió una moda más relajada y diversa y se multiplicaron los medios de comunicación. Eran tiempos de lo under, lo alternativo, y de las radios libres y comunitarias.

Esto fue posible por el boom de la tecnología de radio de frecuencia modulada (FM). Luego se popularizaron también la TV por cable y satelital. La televisión y radio digitales, después. 

Desde los años 80 y en las décadas siguientes, Argentina se destacó en América Latina por sus políticas de ampliación del derecho a comunicar al eliminar la figura de desacato, despenalizar las calumnias e injurias y sancionar la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, entre otras.

Cuarenta años después, con el enorme desarrollo de las plataformas digitales de redes sociales y de streaming que masificaron exponencialmente las posibilidades de expresión, en la comunicación pública pululan desinformaciones, narrativas anti-científicas como las terraplanistas y anti-vacunas, discursos discriminatorios y violentos, y negacionismos. Frente a esto, en este aniversario de la democracia nos enfrentamos a preguntas sobre cómo moderar el debate público y reaparecen propuestas de regulaciones para limitar la libertad de expresión, como los proyectos de penalización de discursos de odio y negacionistas, y las prácticas de cancelación.

¿Qué sucedió en estas cuatro décadas para que se produzca este cambio? ¿En qué medida estamos frente a un retroceso en materia de conquistas democráticas? ¿Qué estrategias alternativas -entre la judicialización y la permisión- tenemos para superar estos problemas de la comunicación pública? 

Para ello, nos centramos en la experiencia de los organismos de derechos humanos y las organizaciones feministas, dos movimientos sociales paradigmáticos en Argentina por su persistencia histórica, sus logros de incidencia en políticas públicas y consensos sociales, y su prestigio nacional e internacional.

 

Las aperturas

Desde la recuperación del gobierno constitucional en 1983 y hasta 2015, aproximadamente, la sociedad organizada empujó para ampliar las fronteras de la libertad de expresión en diversas condiciones tecnológicas y políticas. Para lograrlo, gremios de trabajadores de la prensa y la comunicación, cooperativas, asociaciones civiles, comunidades de pueblos originarios, organizaciones no gubernamentales (ONGs), entre otras, desarrollaron dos tipos de estrategias simultáneas.

Por un lado, desplegaron prácticas autogestivas, como las radios y televisoras comunitarias, alternativas y populares, que iniciaron sus emisiones a mediados de los años 80 con el avance de las FMs, y de los 90 con el de la TV por cable, multiplicándose especialmente entre 2008 y 2015 con las políticas de legalización y fomento que las promovieron. 

También las redes comunitarias de Internet comenzaron en los años 2000 y se incrementaron a partir de 2020 durante el avance de la pandemia de COVID-19.

Por otro lado, periodistas, sindicatos y movimientos sociales que lucharon en Argentina por la libertad de expresión buscaron también incidir en políticas públicas y, a pesar de las deudas pendientes, en varios casos lo lograron. 

En 1993 se derogó la figura de desacato del Código Penal, también se despenalizaron en 2009 las calumnias e injurias (aunque quedó la sanción civil) en los dos casos, por intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ante demandas presentadas por reconocidos periodistas de investigación. 

En el mismo año 2009 se sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que sustituyó a la Ley de Radiodifusión dictada por Jorge Rafael Videla en 1980, impulsada por la Coalición por una Radiodifusión Democrática y que cambió el paradigma mercantilista histórico de las regulaciones de comunicación del país por un modelo basado en el derecho humano a comunicar. La Ley Audiovisual fue, además, acompañada por múltiples políticas públicas que complementaron su implementación. Estos tres avances fueron y son reconocidos internacionalmente como modelos de ampliación del derecho a la comunicación.

Por otro lado, periodistas, sindicatos y movimientos sociales que lucharon en Argentina por la libertad de expresión buscaron también incidir en políticas públicas y, a pesar de las deudas pendientes, en varios casos lo lograron. 

Estas reformas estuvieron basadas en el convencimiento de que las mayores amenazas a la comunicación pública democrática eran los gobiernos y las grandes empresas mediáticas que censuraban o inducían a la censura. Por eso, se suponía que, ante el silenciamiento al que obligaban o empujaban los poderosos, más debate público sería mejor y que de ese modo se fortalecería la democracia. Por lo tanto, se creía que a los problemas de la comunicación pública se los superaba con más participación y más expresión, porque la discusión pública se autorregulaba virtuosamente.

 

El debate sobre las clausuras

Al mismo tiempo que se daba ese proceso, las disputas sobre la memoria acerca del pasado reciente atravesaron también distintos momentos. Las luchas por Memoria, Verdad y Justicia se articularon siempre con la libertad de expresión. Inicialmente, durante la dictadura, los militares y sus cómplices negaron lo que hacían. La frase de Videla: “Los desaparecidos no están, son una entelequia”, es paradigmática de esa época. 

Con la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad luego de la anulación de las leyes de impunidad en 2003, simpatizantes de los perpetradores se organizaron intentando emular a los organismos de derechos humanos, según apunta Feierstein. Sobre todo desde 2015, cuando por primera vez en la historia argentina una alianza de partidos de derecha accedió al gobierno tras ganar las elecciones; y desde 2017 cuando desapareció Santiago Maldonado -y luego apareció o se lo hizo aparecer- se multiplicaron los dirigentes políticos, personajes mediáticos e influencers que relativizaron lo sucedido. “No son 30.000”, es el caballito de batalla de esta embestida que, como observó Martín Fresneda en las Jornadas sobre Negacionismo organizadas por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación en marzo, no cuestiona la existencia de víctimas, sino que apunta a atacar la credibilidad del acuerdo social alcanzado, así como la legitimidad de los organismos que lo impulsaron. No faltan tampoco quienes hacen apología del delito: “Que vuelvan los milicos”.

Frente a eso, activistas fundamentalistas y neoconservadores, como los llaman los investigadores cordobeses Juan Marco Vaggione y José Manuel Morán Faúndes, embistieron con discursos odiantes en muchos países latinoamericanos. Desarrollaron, por ejemplo, un plan sistemático para instalar la idea de la existencia de una “ideología de género” desde principios de los años 2000, apunta Alejandra Domínguez, integrante cordobesa de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. 

Simultáneamente, durante la reapertura democrática la lucha de las mujeres y disidencias por sus derechos también cobró impulso. El primer Encuentro Nacional de Mujeres se hizo en 1986. La deuda en materia de derechos civiles, políticos y sociales era muy amplia. Los debates que se dieron desde entonces, en estas cuatro décadas se transformaron en progresivos triunfos: la incorporación del divorcio vincular y el restablecimiento de la patria potestad compartida en el Código Civil en los 80; la instauración del cupo femenino en la representación política en el Código Nacional Electoral en los 90; y las más recientes políticas de Educación Sexual Integral, de protección contra las violencias contra las mujeres, de legalización del aborto, de la unión civil, de la identidad de género y del cupo laboral travesti trans, entre otras. 

Frente a eso, activistas fundamentalistas y neoconservadores, como los llaman los investigadores cordobeses Juan Marco Vaggione y José Manuel Morán Faúndes, embistieron con discursos odiantes en muchos países latinoamericanos. Desarrollaron, por ejemplo, un plan sistemático para instalar la idea de la existencia de una “ideología de género” desde principios de los años 2000, apunta Alejandra Domínguez, integrante cordobesa de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. 

En Argentina, los ataques se intensificaron especialmente a partir de 2018, cuando se votó por primera vez en el Congreso de la Nación un proyecto de Ley de Interrupción Legal del Embarazo. Los grupos anti-derechos también se organizaron e hicieron campaña imitando los modos organizativos y tácticos del feminismo: “Nos empezaron a copiar”, cuenta Mabel Gabarra, también integrante de la Campaña.

Ante los ataques, se comenzaron a desarrollar prácticas de cancelación en ámbitos culturales, mediáticos y artísticos que, sin asumir el debate, limitan las posibilidades de acceso al conocimiento, a la cultura y a la historia, como marcó en 2020 el especialista catalán en derecho a la comunicación, Joan Barata. 

Al mismo tiempo en Argentina se multiplican, sobre todo desde 2021 cuando atentaron contra la Vicepresidenta de la Nación, los proyectos de leyes y políticas estatales tendientes a limitar la libertad de expresión con la penalización de los negacionismos y de los discursos de odio. Todavía no se concretaron, pero cada vez son más los sectores políticos y sociales que consideran la aplicación de límites como una necesidad y una opción de salida frente a los problemas de la conversación pública.

Esto no es casual. La expansión de las posibilidades de manifestación pública, sobre todo a partir de los medios técnicos ofrecidos por el avance de la digitalización, la conectividad y las plataformas digitales de redes sociales, no mejoró el debate público como se esperaba. Las implicancias de la difusión reticular de desinformación y discursos odiantes, por el contrario, acrecientan la percepción de una amenaza para la democracia, incluso para la vida de las personas. 

La censura y la inducción al silenciamiento ya no la ejercen sólo las élites políticas o mediáticas poderosas, sino también esa “multitud” que de maneras no siempre anónimas acosan, hostigan y violentan en redes sociales, como observó en 2020 el sociólogo argentino Silvio Waisbord.

Sin embargo, es necesario preguntarse si la judicialización de los discursos negacionistas y de odio es necesaria, útil, eficaz, estratégica y segura para cuidar el debate público. En mi opinión, no sería útil porque los discursos negacionistas no dejan de producirse ni de circular por estar penalizados. 

Ante los ataques, se comenzaron a desarrollar prácticas de cancelación en ámbitos culturales, mediáticos y artísticos que, sin asumir el debate, limitan las posibilidades de acceso al conocimiento, a la cultura y a la historia, como marcó en 2020 el especialista catalán en derecho a la comunicación, Joan Barata. 

Tampoco sería muy eficaz porque nuestro sistema judicial funciona lento y está muy cuestionado. Ni siquiera sería estratégica, porque la judicialización de estos discursos de odio les da mayor visibilidad y alcance del que ya tenían y, lo que es peor, les permite a sus autores y autoras victimizarse y mostrarse como objetos de persecución. Menos aún sería segura porque un instrumento legal poco preciso permitiría que sea utilizado también para penalizar otro tipo de expresiones que no les gusten a ciertas personas.

Tampoco serían tan necesarias porque en nuestro sistema legal ya está penalizada la incitación a la violencia, que es la característica definitoria de los discursos de odio según el Sistema Interamericano de Derechos Humanos que se aplica en Argentina. También tenemos una norma antidiscriminatoria y está penalizada la apología del delito. 

Además, las leyes de Ética Pública, por un lado, y de Servicios de Comunicación Audiovisual y Protección Integral Para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres tienen artículos relativos a las responsabilidades específicas de funcionarios/as/es estatales, medios y comunicadores/as.

Por otra parte, todas estas iniciativas jurídicas apuntan a la producción de expresiones negacionistas. En cambio, lo más preocupante es la adhesión a estos discursos. ¿Por qué, después de las enormes conquistas por las que nuestro país es modelo en el mundo en materia de Memoria, Verdad y Justicia, hay quienes escuchan y leen en los medios, siguen en redes sociales y hasta votan a negacionistas? ¿Por qué después de los inmensos avances en políticas de género y diversidad sexual por las que Argentina también es pionera en la región e, incluso, en gran parte del mundo, quienes atacan y desprecian a mujeres y disidencias llegan a tener altos niveles de rating y votos suficientes para ocupar cargos públicos?

En muchos de esos casos pareciera manifestarse, no tanto un cuestionamiento claro a los acuerdos colectivos sobre lo que nos pasó ni tampoco una impugnación directa a la ampliación de derechos; sino más bien una desilusión con las promesas incumplidas de esa democracia con la que nos habían asegurado que se comía, se curaba y se educaba. Entre las razones de quienes adhieren a estos discursos negacionistas y violentos, parece haber mucho de miedo, incertidumbre sobre el futuro, desilusión, desconfianza, desesperanza, desesperación. La judicialización de los negacionismos y los discursos de odio no podría resolver esto. Por eso, penalizar sería también el reconocimiento de un fracaso. El derecho penal se usa cuando la sociedad y la política se quedaron sin otros recursos.

 

La renovación de los consensos

¿Qué hacer si no se inician acciones penales? Entre las políticas estatales, hay también regulaciones y acciones que no cancelan ni clausuran, sino que abren, multiplican, fomentan y fortalecen de manera estructural los espacios y voces más debilitadas. 

Eso es lo que buscaban la Ley de Servicios de Comunicación  Audiovisual y las políticas relacionadas que se implementaron entonces. También este espíritu está presente en la Ley contra las violencias de género. Es la línea de proyectos y propuestas que impulsan algunos/as/es legisladores/as a nivel nacional e internacional para regular las plataformas audiovisuales y de redes sociales, entre otras iniciativas.

Además, en Argentina y América Latina tenemos amplia experiencia en luchar de manera organizada contra múltiples tipos de violencias. Por eso, ante las manifestaciones violentas de nuestro tiempo, conviene recuperar y revisar lo que hacen desde hace décadas las organizaciones de sujetos que históricamente fueron hostigados y que, aun así, consiguieron importantes logros y reconocimiento, como los organismos de derechos humanos y las organizaciones feministas.

Estos movimientos sociales supieron, en primer lugar, no dejarse correr y no meterse en la cancha de barro que definen los atacantes. No aceptan jugar con las reglas comunicacionales y políticas de violencia, mentiras e injusticia que los otros proponen. Esto es central, porque quienes producen discursos violentos no sólo agreden a ciertos grupos sociales, sino que también buscan cambiar las reglas de la comunicación pública, correr los bordes. Cuando las mujeres, las disidencias, los/as/es militantes de derechos humanos no aceptan entrar en su juego, de ese modo se cuidan a sí mismos y también nos cuidan a todos/as/es porque custodian nuestro debate público y nuestra democracia.

En tanto, los organismos de derechos humanos dieron la disputa por reemplazar la noción de “guerra interna” por la de “terrorismo de Estado”, y por instalar como símbolo el número de “30000 desaparecidos”. 

Así, convencen a incrédulos/as/es, indecisos/as/es, dubitativos/as/es y a quienes piensan distinto, enseñan a quienes no saben, explican a quienes no comprenden, muestran y demuestran a quienes no quieren ver. Lo hacen con promoción de derechos, sensibilización, arte, campañas de comunicación, movilización en las calles, educación formal en escuelas y universidades, educación no formal en barrios, organizaciones, clubes y cuanto espacio sea posible; en articulación con el Estado y las políticas públicas cuando hay oportunidad. Sin ingenuidades, con perseverancia, con constancia y con sabiduría.

Además, impulsan nuevas reglas de juego de la comunicación pública y de la democracia tanto hacia adentro del propio colectivo como hacia afuera, hacia el conjunto de la sociedad. Esos nuevos consensos se vinculan con el modo en que, como sociedad, acordamos que se define lo verdadero, lo justo y la forma de tratarnos, los modos respetuosos de dirigirse a cada grupo social.

El debate público es esencial para instalar nuevas cuestiones públicas en la consideración social y política. Por eso, las organizaciones sociales proponen e impulsan cambios en las formas de nombrar, redefinen las maneras de clasificar, construyen sentidos y argumentos, y producen información sobre diversas cuestiones de la vida en común. Así, la periodista Josefina Rodríguez, de Ni Una Menos, rememora la lucha por impulsar que llamen “femicidio” a lo que antes en las redacciones se describía como “crímenes pasionales”. 

Martín Apaz, quien participó en Córdoba de la Multisectorial por la Democratización del Matrimonio Civil, recuerda los debates que se dieron sobre cómo nombrar la demanda: si “matrimonio para todos y todas”, “homosexual” o “para personas del mismo sexo”, hasta que llegaron a la definición de “matrimonio igualitario”.  

Estos movimientos sociales proponen un horizonte de ampliación de derechos, mayor justicia y un trato más amoroso y cuidadoso. Si ahí se juegan en gran medida las razones por las que hay quienes adhieren a los discursos violentos y negacionistas, esta construcción contribuye a reducir estas adhesiones. 

En tanto, los organismos de derechos humanos dieron la disputa por reemplazar la noción de “guerra interna” por la de “terrorismo de Estado”, y por instalar como símbolo el número de “30000 desaparecidos”. 

Así, los conceptos, valores y significados alternativos que producen y difunden desestabilizan los predominantes. Fomentan la construcción de nuevos consensos al redefinir los límites de lo que es socialmente aceptable y no sobre el reconocimiento, categorización y caracterización de los problemas sociales.

También amplían las formas respetuosas de expresión sobre diversos sectores sociales para evitar discursos acosadores y discriminatorios en general. Trabajan en la construcción de una subjetividad más cuidadosa, respetuosa y atenta con los/as/es demás, lo que en 2011 la filósofa estadounidense Martha Nussbaum llamó “emociones democráticas”. 

Por su parte, en las apariciones públicas de integrantes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, decidieron apostar al diálogo racional, dando información, sin golpes bajos como los que usan quienes las atacan, “porque si no, somos iguales a ellos”, afirma Domínguez.

Proponen modos de trato no violento, en oposición a quienes cuestionan por hipócrita a la corrección política y al uso cuidadoso del lenguaje y de las maneras. Así, Pía Ceballos, de Mujeres Trans Argentina (MTA), sostiene que, a diferencia de cómo ellas crecieron y fueron tratadas, buscan “volver a poner en valor la palabra y establecer acuerdos que no pueden reproducir violencia” y vincularse “desde el afecto, la ternura, para cuidar las formas y los modos” tanto hacia adentro del colectivo como hacia afuera. 

Por su parte, en las apariciones públicas de integrantes de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, decidieron apostar al diálogo racional, dando información, sin golpes bajos como los que usan quienes las atacan, “porque si no, somos iguales a ellos”, afirma Domínguez.

Buscan también que ese cambio sociocultural y político se sostenga a mediano y largo plazo. Por eso se proponen abrir posibilidades para quienes vengan después. En ese sentido, MTA acompaña a niñes y adolescentes trans: “Las grandes ya no vamos a recuperar nuestras niñeces, pero sí podemos hablar de otras familias diversas, dice Ceballos. En la misma línea, Analía Kalinec, de Historias Desobedientes. 

Familiares de Genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia, dice que una de las primeras demandas del colectivo fue que les permitieran declarar contra sus progenitores “pensando en abrir la cancha y allanar el camino para que cualquiera que venga no se encuentre con estos mandatos -que también están en el orden jurídico- que censuran la posibilidad de que uno pueda no honrar a su padre y a su madre”. Buscan, lenta pero persistentemente, “horadar la piedra”, como dice Rodríguez de Ni Una Menos. 

Estos movimientos sociales proponen un horizonte de ampliación de derechos, mayor justicia y un trato más amoroso y cuidadoso. Si ahí se juegan en gran medida las razones por las que hay quienes adhieren a los discursos violentos y negacionistas, esta construcción contribuye a reducir estas adhesiones. 

La conversación pública en Argentina, crucial para discutir y consensuar en qué tipo de sociedad queremos vivir, ha demostrado ser tan pasional como vigorosa. Se enfrenta ahora a ataques arteros y hay quienes pretenden defenderla con el brazo represivo del derecho penal. Ojalá prime redoblar la apuesta por la construcción social, cultural y política que los organismos de derechos humanos y las organizaciones feministas, entre tantas otras nos enseñaron.

 

 

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